
Vicente Ferrer (Valencia, 23 de enero de 1350 - +Vannes, 5 de abril de 1419), fue un dominico español que destacó como taumaturgo, predicador, lógico y filósofo.
Hijo de un prestigioso notario, tuvo cinco hermanos.
Junto a sus devotos padres experimentó el amor a Cristo y a María desde su más tierna infancia. Ellos le incitaron a realizar alguna penitencia todos los viernes en memoria de la Pasión, y otro tanto hacía los sábados en honor a la Virgen.
Su inteligencia y virtud no pasó desapercibida para los dominicos, que se ocuparon de su formación.
Éstos, diezmados por la peste negra, no dejaron escapar esta gran vocación que acogieron gozosos en la comunidad, conmovidos por el ejemplo del joven.
Vicente profesó en 1370.
Después, cursó estudios de filosofía y teología que culminaron en un doctorado en Teología.
A partir de entonces, se dedicó a ejercer la docencia en las universidades de Valencia, Barcelona y Lérida.
Cinco años más tarde de su profesión, fue ordenado sacerdote.
El germen del Cisma de Occidente no tardaría en saltar a la palestra.
Cuando lo hizo, en el año 1378, Vicente sufrió por la gravísima divergencia creada entre los partidarios de Avignon y los de Roma.
Él se había decantado por Benedicto XIII, a quien consideró legítimo pontífice; estaba bajo su amparo en Avignon. Pero este conflicto eclesial le afectó tan seriamente que peligró su vida. Entonces, el 3 de octubre de 1398 se produjo en él una locución divina que le rescató de una eventual muerte, diciéndole:
"¡Vicente! Levántate y vete a predicar".
Esta manifestación sobrenatural fue un poderoso impulso que modificó el rumbo de su existencia.
Una de sus grandes inquietudes fue restituir la unidad de la Iglesia. Y si primeramente reconoció al sucesor de Pedro en Benedicto XIII, después mostró su total apoyo al pontífice de Roma.
Su intervención en el conflicto propició que altos mandatarios europeos, comenzando por los que estaban al frente de la Corona de Aragón, prestasen fidelidad al pontífice romano.
En 1417, un año después de que Vicente culminara su particular campaña, era elegido Martín V.
Vicente contó con un excelente recurso: su gran oratoria. Sus sermones se prolongaban durante varias horas seguidas, pero nadie daba muestras de cansancio.
Tenía la capacidad de mantener la atención en el auditorio con el tono y modulaciones de su voz. Pero, sobre todo, con la pasión que ponía en lo que decía.
Además de su lengua nativa, dominaba el latín y tenía nociones de hebreo; pero esto hubiera sido insuficiente para haberse hecho entender en las distintas naciones en las que su predicación floreció, sino fuera por el hecho prodigioso de que los fieles comprendían perfectamente lo que decía porque cada uno le oía en su propia lengua.
Huyendo de lenguajes artificiales y ostentosos, supo hacer entrever a Dios. ¿Cómo? Orando. Es la clave de todos los santos; antes de predicar se retiraba durante varias horas.
Y la gracia se derramaba a raudales: cada persona se sentía particularmente interpelada e invitada a vivir el amor a Dios.
El objetivo de Vicente era la conversión de los pecadores.
Las conversiones eran públicas, y los penitentes no se avergonzaban de reconocer sus pecados ante la concurrencia. Muchos sacerdotes le acompañaban para poder confesarlos a todos.
Se cuentan por decenas de miles los musulmanes que convirtió.
Durante treinta años evangelizó incansablemente por el norte de España, Italia y Suiza, así como en el sur de Francia, siempre en lugares abiertos para acoger a millares de personas.
Íntegro y auténtico, tenía autoridad moral porque su vida era sencilla y austera: ayunaba, dormía en el suelo, y se trasladaba a pie para ir a las ciudades. Tan solo al final de sus días, cuando enfermó de una pierna, recorría los lugares en un asno.
Algunos lo denominaron "ángel del Apocalipsis", ya que solía recordar los pasajes del texto evangélico donde se advierte de lo que les espera a los impenitentes.
Por donde pasaba erradicaba vicios tanto sociales como personales.
Él se sabía pecador, y repetía:
"Mi cuerpo y mi alma no son sino una pura llaga de pecados. Todo en mí tiene la fetidez de mis culpas".
Ya envejecido, débil y lleno de enfermedades, le ayudaban a subir al lugar donde debía impartir el sermón; entonces se transformaba, y la gente volvía a ver en él al hombre vital y entusiasta que conocieron, contagiándose de su ardor apostólico.
Falleció en Valencia el 5 de abril del año 1419. Su sepulcro se halla en la catedral de dicha ciudad.
Fue canonizado el 29 de junio de 1455 por Calixto III. Tras su canonización, se convirtió en el patrono principal de la ciudad y Reino de Valencia.
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