Vicente de Huesca, conocido también como San Vicente Mártir (siglo III, Huesca, España - +304 o 305, Valencia, España), fue un clérigo hispanorromano. 

Nacido dentro de una familia aristócrata y consular de Huesca, sus padres lo confiaron al obispo de Zaragoza, bajo cuya dirección hizo rápidos progresos en la virtud.
A los veintidós años, el obispo, que era tartamudo, le eligió diácono y le confió el cuidado de la predicación con lo que el obispo quedó en un segundo plano.
La actividad diaconal de Vicente se desarrolló durante una época relativamente pacífica, dado que en 270 el emperador Aurelio restableció la unidad del Imperio, y Diocleciano, en 284, le dio una nueva organización que favorecía la expansión de la Iglesia. Así se pudo cimentar el cristianismo en las regiones ya más evangelizadas y celebrar el Concilio de Elvira.

Posteriormente se originó una nueva y sangrienta persecución contra los cristianos decretada por los emperadores romanos Diocleciano y Maximiano, que habían jurado exterminar la religión cristiana.
En 303 se publica el primer edicto imperial: Todos los pobladores del imperio tenían que adorar al “genio” divino de Roma en la persona del Cesar.
Para llevar a cabo el edicto persecutorio en España llega a ella el prefecto Daciano, que permanece en la Península dos años ensañándose cruelmente con la población cristiana. Entró en España por Gerona, pasó a Barcelona donde sacrificó a San Cucufate y a Santa Eulalia. De Barcelona pasó a Zaragoza, donde mandó prender al obispo y al diácono Vicente. Y aunque no llegó a matarles, ordenó conducirlos a pie y encadenados hasta Valencia, haciéndoles padecer hambre y sed. En el largo viaje, los soldados les infringieron toda clase de torturas.

Llegados a la colonia romada de Valencia, colonia romana, para ser juzgados por Daciano, y antes de entrar en la ciudad, los soldados pasaron la noche en una posada, dejando a Vicente atado a una columna en el patio; columna que se conserva en la parroquia de Santa Mónica, donde es venerada por los fieles.
Ya en el interior de Valencia se les encerró en prisión y se les dejó sin comida durante varios días.
Cuando Daciano pensó que estaban totalmente quebrantados físicamente los mandó llamar, y se extrañó de que estuvieran alegres y sanos. Desterró al obispo y a Vicente, que le ultrajaba en público, lo sometió a un potro de tortura para que aprendiera a obedecer a los emperadores: le desnudaron, y le azotaron con tal saña que las cuerdas y las ruedas rompieron sus nervios; le descoyuntaron sus miembros, y desgarraron sus carnes con uñas y garfios de hierro. El mismo Daciano se arrojó sobre la víctima y le azotó cruelmente. Mientras lo torturaban, el juez incitaba a Vicente a abjurar, pero éste rechazaba sus propuestas:
-"Te engañas, hombre cruel, si crees afligirme al destrozar mi cuerpo. Hay dentro de mí un ser libre y sereno que nadie puede violar. Tú intentas destruir un vaso de arcilla, destinado a romperse, pero en vano te esforzarás por tocar lo que está dentro, que sólo está sujeto a Dios"-.
Daciano, desconcertado y humillado nuevamente ante aquella actitud, le ofrece el perdón si le entrega los libros sagrados, a lo que Vicente tampoco cedió. Exasperado de nuevo, mandó aplicarle el supremo tormento: colocarlo sobre un lecho de hierro incandescente. Hastiado de tanta sangre, asombrado, y enfurecido ante la serenidad de Vicente, mandó devolverlo a la cárcel.
Prudencio, en su obra Peristephanon, describe el oscuro calabozo donde, sobre trozos de cerámica y piedras puntiagudas, se encuentra Vicente con los pies hundidos en cepos. De repente la cárcel se iluminó, el suelo se cubrió de flores, el ambiente de perfumes extraños, y los cepos y las cadenas se rompieron por sí solas.
Daciano manda curar al mártir para someterlo otra vez a tortura. Los cristianos le curan; pero apenas es colocado en un mullido lecho cubierto de flores, Vicente muere. 

El tirano, despechado, mandó arrojar al mar el cadáver de Vicente para ser devorado por las alimañas. Las olas, más piadosas que Daciano, lo devolvieron a la playa de Cullera donde recogieron su cuerpo, que fue trasladado a una necrópolis situada en aquel tiempo fuera de los muros de la ciudad. En torno a su tumba creció un arrabal cristiano, donde se levantó después la iglesia conocida como San Vicente de la Roqueta (hoy iglesia de Cristo Rey), que mantuvo el culto durante toda la época islámica, estando documentados distintos propietarios cristianos, como el Monasterio de San Juan de la Peña, o el Monasterio de Poblet, ambos en Valencia.

Un brazo llegó el 16 de octubre de 1970 a la Catedral de Valencia, regalado por una familia de Padua (Italia). Se conserva en una capilla de la misma. El otro brazo se conserva en la Catedral de Braga.


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