Al principio, en la Iglesia primitiva no se necesitaba permiso del obispo. Este ministerio se ejercía cuando se creía oportuno. Sin embargo, muy pronto se impuso la norma de que nadie lo ejerciera sin autorización del obispo.

Así consta ya en el año 416, año en el que el Papa Inocencio I le escribe una carta al obispo Gubbio en la que se dice:

 

Debes tener solicitud caritativa por estos bautizados, que después del bautismo son poseídos por el demonio, a causa de algún vicio o pecado. Y a tal efecto, puede ser designado algún presbítero o diácono. Ya que realizar lo cual [el exorcismo] no les es lícito si no es con el mandato del obispo”.[1]

 

¿Por qué la Iglesia impuso esta normativa? La Iglesia se dio cuenta de que este campo requería de una especial prudencia. Prudencia para evitar que iluminados y visionarios obraran por su cuenta.

Además, era un campo lo suficientemente delicado como para que una actuación imprudente de un clérigo hiciera un daño especial a los supuestos posesos, y al prestigio de la Iglesia en general. Por eso se optó por establecer una especial vigilancia a este ministerio. Vigilancia que se concretó en la restricción que aparece ya en el siglo V en la carta antedicha.

Es interesante añadir que en Oriente este ministerio se ejerció como una actividad carismática que no requería de autorización expresa del obispo.

 

[1] De his vero baptizatis, qui postea a demonio, vitio aliquo aut peccato interviniente, ARRIPIUNTUR, est solicita dilectio tua, si a presbytero vel diacono possint aut debeant designari. Quod hoc, nisi episcopus praeceperit non licet. PL XX, 557-558


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