La noche de Halloween, un niño de once años notó que una sombra se le acercaba.

Yo le pregunté a la familia si ese día el niño había hecho algo especial. Se me dijo que ese día, su hijo no había hecho nada de especial relevancia, salvo disfrazarse de calavera con un machete y con una bola de la que surgía sangre. Era un disfraz para la fiesta del colegio que desagradó a su madre por lo excesivamente sangriento que era, pero ya estaba comprado. Yo no vi claro que el disfraz tuviese relación con el hecho de que una presencia se le manifestara.

 

Lo cierto es que esa noche fue cuando se dio el primer síntoma de todos: la aparición de la primera figura humana.

A los dos o tres días comenzaron para el niño las pesadillas, temblores y mucho miedo, veía más figuras humanas por la casa, especialmente por un pasillo.

 

De la habitación de su dormitorio a la cocina había que llevarlo en brazos tapada la cabeza con una manta porque era tal el pánico que las figuras del pasillo le daban, que se negaba a pasar por ahí. Pues en un lugar concreto del pasillo veía a personas que le querían agredir.

Comenzaron las noches en las que hasta las 2 o 3 de la mañana no podía dormir el niño por el miedo terrible que le provocaba la visión de esos hombres.

Él veía hombres, no algo parecido a hombres, sino hombres normales que le decían cosas, le insultaban y amenazaban. Esos hombres llevaban un machete. El niño refería que a uno de ellos le veía con sangre, y con la cara tapada con algo negro. También aparecieron en sueños, uno de ellos le perseguía para matarlo.

 

Estos síntomas fueron agudizándose: Así que los padres decidieron consultar a una tarotista, por probar. La señora dijo que ella podía solucionar ese problema. Les cobró 300 euros y le dijo a su padre que se marchara a casa que ella esa noche a solas haría lo que tenia que hacer. El padre había ido a consultar solo sin llevar al niño.

 

No se sabe qué hizo ese día aquella pitonisa, pero lo cierto es que ese mismo día por la niche fue cuando el niño queda poseso.

El niño por primera vez ya no es que vea hombres a su alrededor, sino que un ser maligno habla a través del niño y lo mueve furioso por la casa, como si el demonio le hubiera entrado dentro.

En los días siguientes comenzará un comportamiento que les va a acompañar durante cinco largos e inacabables meses. A veces el niño se autolesionaba con cristales o hierros.

Desde que queda poseso no podrán comer con él en la cocina, porque se dirigía hacia los cuchillos y los agarraba para tratar de matarse. Durante meses tendrá que hacer todas sus comidas sólo con cuchara y tenedor, pero nunca con cuchillo. Pues ante la presencia de una hoja afilada la agarra y trata de clavársela o amenaza a la familia con ella.

 

En otras ocasiones se produce la pérdida de su voz y sólo puede susurrar. Otras veces no puede tragar nada y se tiene que pasar medio día o un día sin comer ni beber absolutamente nada. Una vez llegará a estar día y medio sin comer ni beber.

 

Como es lógico, a los pocos días de comenzar esta conducta, los padres llevaron al niño al médico de la Seguridad Social, el médico los derivó de inmediato al psiquiatra.

Después de hacer todas las pruebas, se le diagnosticó un cuadro de alteración de conducta de inicio brusco. Durante el medio año de tratamiento, el niño no mejorará.

Tras varios meses, después de probarlo todo, la psiquiatra acabará por recetarle sólo tranquilizantes. Y algo después, finalmente, la especialista reconocerá su impotencia para curarlo y se limitará a ordenar que el niño ya no puede perder más clases y que por tanto ha de ir al colegio en ese estado. La madre insistió en que el niño formaría un espectáculo tremendo en la clase cada día. Pues que lo encierren en una sala del colegio hasta que se calme, fue la respuesta.

La madre intentó hacerle comprender que sólo en una sala rompería algún cristal para clavárselo.

El colegio de ningún modo aceptó que el niño en ese estado asistiera a las clases. Los profesores, después de deliberar, decidieron una medida excepcional que en ciertos casos se practicaba y que consistía en que el Ministerio de Educación le enviara un profesor particular a su casa para hiciera lo que pudiera.

 

Fue en esta situación cuando los padres que nunca habían sido practicantes en materia de religión y que incluso tenían muchos prejuicios contrarios a la Iglesia y los sacerdotes, decidieron ir a consultar a un sacerdote. Ese sacerdote los hizo venir a mi parroquia.

 

La historia que me contó la familia entera (los padres y un hermano de dieciocho años, más el niño) es la que he relatado aquí. Meses después les pedí que me trajeran los informes del hospital para ver con exactitud que síntomas había provocado la posesión en ese niño.

Cada posesión provoca unos síntomas determinados, el informe clínico del ingreso en el hospital lo transcribo aquí literalmente, todo lo dice el informe más las anotaciones posteriores.

 

Informe clínico de ingreso

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Esta siendo visto en este centro por un cuadro de miedos nocturnos, insomnio de conciliación y alucinaciones visuales de tipo histeriforme y ansiosas. El diagnóstico que consta en la historia clínica es de SINTOMATOLOGIA DISOCIATIVA Y SOMATIZACIÓN (en mayúscula y subrayado). (f45.0 y f44.0)

 

Actualmente sin causa orgánica que lo justifique (eeg y tac craneal normal).

 

A consecuencia de dichos síntomas requiere un ingreso hospitalario para estudio y se pauta un tratamiento psicofarmaceútico con evolución positiva pero lenta.

 

La mejoría clínica es positiva pero lenta. Dada la incapacidad que ahora posee el niño, sería recomendable un apoyo escolar en casa.

 

A los padres, a lo largo de los meses siguientes, les pedí varias veces que me volvieran a describir el comienzo de todo el cuadro y sus síntomas. En una de esas veces, les pedí que se fijaran sólo y exclusivamente en los síntomas de tipo físico. De la conversación con toda la familia presente (menos el niño) hay que hacer las siguientes aclaraciones externas al informe presentado antes.

 

El niño tres meses antes de este informe, en el mismísimo comienzo de todo, comenzó a sentir punzadas en la tripa, tan fuertes que dejó de comer progresivamente. El dolor era tal que ante la vista de sus padres se doblaba de dolor y no podía ni moverse. Para andar trechos largos y evitar estas punzadas había que tomarlo a cuestas. Ante esta situación fue ingresado durante diecisiete días en un hospital en el que se le diagnosticó anemia e irritación en el ileón[1].

 

Estas punzadas se fueron reduciendo cuando empezaron las primeras manifestaciones del demonio y las crisis de furia. Desde la redacción del informe psiquiátrico arriba transcrito hasta que vinieron a verme a mí, transcurrieron dos meses.

 

Sólo estuvo ingresado en la planta de psiquiatría un fin de semana. Después su caso fue seguido desde el hospital, pero viviendo en casa con su familia. El niño fue tratado por el jefe de la planta de psiquiatría. E incluso fue caso de estudio para todo el equipo de psiquiatras por lo interesante que era.

 

Finalmente tras dos meses de tratamiento, como el niño decía ver figuras humanas y demonios, consideraron el trastorno como una obsesión que alguien le hubiera inducido. Considerando el caso como un trastorno límite de la personalidad.

 

Aunque en el informe transcrito se dice que hay una evolución positiva pero lenta, los padres lo niegan totalmente. No hubo ningún tipo de mejoría por pequeña que fuera.

Desafortunadamente, el demonio que tenía dentro podía elegir los momentos para manifestarse y los momentos en que sabía que debía permanecer oculto. Y así nunca se produjo ni una sola crisis (una de las diarias crisis en que la otra personalidad emergía) cuando estaba presente el médico, ni una sola vez. Incluso cuando estaba ingresado en el hospital si se producía una crisis de furia y llamaban a la enfermera para que avisara al psiquiatra, el niño volvía en sí antes de que llegara el médico, y después la voz les decía que les iban a tomar por locos a ellos y no a él. Las crisis nunca las vio el médico, pero como yo comprobé sí que fueron testigos de ellas los dos padres y su hermano de dieciocho años.

 

Estos fueron los hechos que me refirieron acerca del caso cuando llegó por primera vez a mi parroquia.

Aquella primera vez que vinieron a verme, cuando el coche de los padres aparcó delante de mi iglesia el padre me preguntó que dónde llevaba al niño, pues desde que habían aparcado delante del templo el niño no podía andar, ni apenas hablar, salvo con un susurro. El padre cargó al niño sobre sus espaldas y lo bajó a la cripta donde hacíamos las oraciones.

Una vez dentro de la capilla, el comportamiento de aquel niño cambió radicalmente: la voz era horrible, áspera y grosera, como de alguien adulto, profería insultos soeces, me escupía continuamente, se reía de mis oraciones, repetía despectivamente que no servirían para nada.

La fuerza del niño en aquella primera sesión de oración era sorprendente. Su padre (un hombre muy fuerte) y su hermano de dieciocho años (muy aficionado a las artes marciales) tuvieron que emplearse a fondo para mantenerlo tumbado sobre la colchoneta. Pero el niño se escurría, inasequible al desaliento. Rezaos por él una hora, después les di a los padres los consejos habituales de las oraciones que debían aconsejar al niño que hiciera cada día.

 

En la segunda sesión, el niño volvió a escupir a la imagen de la Virgen, al sagrario. Repetía gritando el nombre de Shambalá, como si fuera el nombre de un demonio que pudiera venir a ayudarle. El demonio que hablaba a través del niño, siempre se mostraba despreciativo.

 

Llevábamos rezando un buen rato por el pequeño poseso, cuando sentí en mi interior que debía abrazar al niño.

El niño solo manifestaba odio, así que sentí de un modo muy profundo que el abrazo amoroso sería algo que desarmaría al odio. Los padres presentes me preguntaron incrédulos si estaba seguro de que yo quería que lo soltaran para darme un abrazo. La verdad es que interiormente tuve que resistir al miedo, porque el niño pegaba todo tipo de golpes a los que le sujetaban y les agredía con una rabia y ferocidad increíbles. Acercarme a él sin que dos personas le sujetaran suponía arriesgarme a que mis gafas salieran volando varios metros del primer puñetazo que me propinara. El niño era ciertamente muy peligroso, a que físicamente podía provocar daños muy serios. Pero internamente sentía que había que hacer eso, así que le pedí internamente a San Miguel que fuera él el que lo sujetara, que yo me concentraría en hacer un acto interno de caridad hacia esa persona atribulada. Aunque tuve que repetir varias veces la orden de que lo soltaran, al final obedecieron.

 

Ante mi sorpresa, el abrazo y el acto interior mío de gran amor hacia ese niño no pareció perturbar lo más mínimo al demonio que había dentro de ese cuerpecito. El espíritu maligno con el mismo descaro e imperturbabilidad se rió de esa nueva medida.

Curiosamente aunque trató por todos los medios de que no lo abrazara, una vez que lo hice se vio imposibilitado de huir de mis brazos que apenas tuvieron que hacer fuerza para sujetarlo. Gracias a Dios, no me arrancó el pelo. Varias veces agarró un mechón de mi cabeza con sus manos y fríamente me dijo: y ahora vas a ver como lo arranco de un tirón entero. Sin embargo, una fuerza invisible, en el último instante, le detenía, pues al cabo de medio minuto soltaba el mechón.

Durante los tres cuartos de hora que le tuve abrazado, temí la posibilidad real de que de pronto viera en su mano un gran mechón de mis pelos arrancado, temí por mis gafas, por mis ojos, por mi nariz que me la hubiera podido romper sin lugar a dudas. Estar abrazado a este niño diabólico era estar abrazado a alguien que quería hacerte el mayor daño posible y te tenía a mano y que había demostrado ser difícilmente controlable por dos adultos fuertes. Sin embargo, por alguna razón, tenia la seguridad de que en esa fase del exorcismo lo único que se podía hacer era eso: dar amor a través de ese abrazo.

 

Pero el mismo Dios que no permitió que me hiciera ninguna herida grave, permitió que me diera golpes con la palma de su mano sobre mi calva y sobre mi nuca. Los golpes eran muy fuertes, con toda su fuerza. Y además antes de dármelo, sádicamente, con detenimiento, sin ninguna prisa, señalaba con el índice el lugar donde me iba a pegar. Y después con voz burlona me decía cosas del estilo: huy, que pena, el daño que te voy a hacer, prepárate porque éste sí que va a ser fuerte. Y acto seguido me golpeaba allí con todas sus fuerzas.

Después, burlonamente, me preguntaba: ¿te ha dolido? Como yo no contestaba a ninguna de sus preguntas, añadía: bueno, no importa, el siguiente va a ser peor.  Y efectivamente, volvía a señalarme otro lugar de la calva o de la nuca y tras unos comentarios jocosos, descargaba la palma de su mano con todas sus fuerzas que eran muchas. Aquello estuvo todo el tiempo al borde de mi resistencia. Pero resistí porque me di cuenta de que para liberar al niño, no podía yo hacer nada mejor que ofrecer mi sufrimiento.

Me venia el pensamiento de que si Jesús había no sólo orado por liberarnos, sino que también había ofreció al Padre sus padecimientos físicos, así también convenia que yo no sólo orara, sino que ofreciera sufrimientos. Y así yo estaba allí sufriendo por mano de ese demonio a través de ese cuerpo que dominaba, para liberar a ese mismo cuerpo de ese demonio.

 

En un momento dado, fue como si yo sintiera el amor de Dios hacia ese niño y fue entonces cuando el poseso pudo, por primera vez, repetir frases de alabanza a Dios que le dije. Debo decir que las repitió tranquilo, sin odio. Ése era el fruto de ese tiempo de oración intensa unido a mi sufrimiento corporal: los lazos del demonio sobre ese cuerpo se habían debilitado. Aunque ese debilitamiento sólo se nos mostrara durante algunos momentos breves que apenas llegaban a un minuto.

 

Algo mas de una hora después del comienzo, dimos por terminada la sesión. Externamente parecía que no habíamos logrado casi nada. Pero aunque no viéramos mucho progreso, el demonio sin duda estaba perdiendo poder sobre ese cuerpo, aunque se cuidó muy mucho de manifestar nada que nos diera la más mínima esperanza.

En aquella segunda sesión habíamos visto al niño menos furioso y había ofrecido menos resistencia física, había comenzado el declive del espíritu, y ese debilitamiento se iba a ir acentuando sesión tras sesión: cada vez ejercía menos fuerza, cada vez sus crisis eran menos furiosas.

 

Insistí a los padres en que tenían que lograr que el niño rezara algo, aunque fuera sólo con la boca sin prestar mucha atención.

También logramos que su párroco le diera la comunión a solas, con la iglesia vacía, para que no hiciera ningún escándalo en la misa.

 

Durante los días siguientes, el mayor problema, verdaderamente preocupante, fue la alimentación del niño. El demonio no le dejaba ni comer ni beber. Ante una llamada desesperada de la madre, angustiada por este asunto, le dije que si pasaba más de un día entero sin beber que lo llevara a urgencias al hospital. Hubiera yo rezado por él antes de llevarlo a un hospital, para intentar que comiera, pero vivían a muchas horas de distancia de mi diócesis. En ese momento no lo sabía, pero ahora sé que mi oración a distancia hubiera hecho también efecto. No tanto como si hubiera estado presente, pero lo hubiera tenido.

Aunque en ese tipo de situaciones, la oración de los familiares podía forzar al demonio a que finalmente pudiera comer, como ocurrió muchas veces durante ese periodo de tiempo angustioso que duró varias semanas. El demonio hubiera querido dejarlo morir deshidratado, pero la oración le forzaba a no poder hacer eso más que durante una tarde o un día entero como mucho.

Cuando la madre me llamaba para decirme que llevaba tanto o cuanto tiempo sin poder ni comer ni beber por más que trataran de hacerle beber un poco de líquido con una cuchara, era una situación angustiosa no sólo para la madre sino también para mí. Yo le insistía una y otra vez que rezaran con mucha intensidad para que pudiera volver a tragar, pero que se pusieran un límite claro más allá del cual lo llevaran a las urgencias de algún hospital. Les dije que, en cualquier caso, por ninguna razón dejaran pasar más de un día sin que el niño bebiera. Eso en verano era mucho tiempo. Unas horas angustiosas que parecían transcurrir lentamente para todos y en las que no veíamos el fruto de las oraciones hasta que el niño por fin bebía algo por poco que fuera.

 

Una semana después, tuvo lugar la tercera sesión. El niño no estaba en la capilla tan agresivo. Hizo lo mismo que las dos sesiones anteriores, pero con menos intensidad.

Después de orar un rato, volví a abrazar al niño haciendo yo lo mismo que la sesión anterior. El niño me agredió menos. Si la primera vez lo que daba eran golpes con la palma de la mano, esta vez eran mordiscos en el cuello o las mejillas. Dios no le permitió que llegara a cerrar la boca arrancándome un trozo de carne, pero sí que me dejó varias dentelladas superficiales. Dios no le permitió que fuera más allá. Al abrazarle, sentía que debía hacer eso, oraba yo en silencio muy concentrado, sujetándole abrazado a él, el chico de pie y yo sentado. Mientras, sentía yo internamente que a través de mí era Jesús el que le abrazaba transmitiéndole amor. Pienso que existía en una inspiración interna a hacer eso, una teología del cuerpo en la que la acción de Dios se transmitía no sólo por la oración, sino también por la manifestación del amor de Dios a través del cuerpo. El demonio muestra su odio a través de una corporalidad (el cuerpo del poseso), y nada podía ser más torturador D U 142 para ese espíritu maligno que recibir cariño de un modo visible y tangible en esa misma corporalidad sobre la que ejercía su despotismo. El amor era como si le atase primero y después penetrase en él.

Aun así, atado y desarmado ese espíritu (aunque no de forma completa), la sesión acabó con el demonio riéndose y repitiéndonos que no habíamos logrado nada.

 

El demonio hacía eso para desalentarnos, pero bien sabía él que cada sesión debilitaba más su poder. Aunque si le echábamos agua bendita, para desmoralizarnos cantaba como si estuviera en la ducha. Si le acercábamos un crucifijo, decía con toda calma: bah, eso no me hace nada. Si le exorcizábamos del modo más solemne y fervoroso, nos despreciaba y me decía con tranquilidad: no tienes ningún poder sobre mí.

 

Tras la semana que siguió a la tercera sesión, en su casa, se dio un extraño cambio. El niño comenzó a comportarse como un perro. Durante un cuarto de hora o media hora, el niño andaba a cuatro patas, olfateaba todo, lamía cualquier cosa por sucia que estuviera y ladraba. En esos momentos, no había posibilidad de hablar con él pues sólo respondía con ladridos.

 

En la cuarta sesión, no hubo nada reseñable, salvo un mordisco que me dio en el cuello y que me dejó una marca grande. Creo que fue por la ayuda de Dios el que esa marca no continuara horas más tarde cuando tenía que dar una conferencia sobre los cónclaves. Era tiempo de sede vacante, la sede vacante que llevaría al cardenal Ratzinger al solio pontificio. Dar la conferencia con un mordisco en el cuello, por encima del alzacuellos, hubiera sido embarazoso.

 

ubo tres o cuatro sesiones de exorcismo en su propia parroquia, ya que el sacerdote recibió por fin permiso del obispo para exorcizar al niño. No hubo nada nuevo, salvo que el niño cada vez estaba más calmado en las sesiones.

E ntre la tercera sesión y la cuarta ocurrió otro hecho verdaderamente peculiar. Al salir un día de la parroquia del exorcista de su diócesis, después de una sesión de oración que el párroco había hecho por él, encontraron un perrillo, un cachorro de pocos meses todavía. El animal sin dueño, muy simpático, de color negro, les siguió cariñoso. El niño se encaprichó con el animalillo y les preguntó a sus padres si podía quedárselo. Los padres se lo permitieron.

 

En los días siguientes descubrieron que cuando el niño estaba en trance, odiaba al perro y le pegaba hasta que huía. Pero con sorpresa observaron que si el perro era colocado sobre el pecho del niño, el demonio se iba, el trance se acababa y el niño retornaba a la normalidad. Este hecho era para mí algo inusitado, impensable y ante lo que no supe qué decir. Pero yo mismo comprobé que era así y que los padres no habían exagerado lo más mínimo. En los peores momentos del exorcismo, si se le colocaba encima al perrillo, el niño volvía a ser él. Si bien en el exorcismo, el trance se reiniciaba en medio minuto o en un minuto.

El perro era de una dulzura sorprendente. No huía del niño a pesar de que durante sus crisis le pegara. Se dejaba mover por un extraño como yo con una docilidad extraña. Del mismo modo que en la Biblia aparece como a Tobías le acompañó durante un viaje un ángel en forma humana, y por lo tanto comiendo y bebiendo, llegué a tener la certeza de que Dios había enviado ese perro para ayudar al pobre niño que durante tantos meses llevaba sufriendo todo tipo de opresiones diabólicas.

 

Durante las últimas semanas de la posesión, el niño comía ya cada día, pero lo hacía en un estado alterado de conciencia, hablando con otra voz y comiendo con las manos como un verdadero salvaje o mejor dicho, como una bestia.

El niño se hallaba en continuo estado anormal. Se comportaba como si fuera una persona maligna y de más edad.

El verdadero yo del niño debía estar inconsciente, como el de alguien dormido o en coma. Pues después cuando fue liberado no recordaba nada.

 

Lo curioso es que el niño ya no tenía momentos en que el espíritu se manifestase y momentos de normalidad, sino que el espíritu hablaba y se manifestaba a través del niño durante todo el día. Día tras día, por varias semanas, comprobaron con terror como la personalidad del niño había quedado sustituida por el yo de otra persona de más edad. El niño durante semanas habló con otra voz, comió con avidez y mostrando unos pésimos modales en la mesa.

 

La liberación tuvo lugar unos cuatro meses después de iniciada la primera sesión. Nada, absolutamente nada, nos hacía suponer que esa sesión iba a ser la definitiva.

El niño, su familia y el exorcista de su diócesis estaban en mi parroquia. Ese día íbamos a rezar por una chica posesa de unos treinta años. La chica llevaba viniendo a mi parroquia durante varios meses y ella ya se comportaba fuera de los exorcismos de forma normal, de manera que la chica y la familia del niño hablaron en las escaleras de entrada a la iglesia durante un rato. Los padres estaban interesados por conocer otro caso con un problema de posesión como el de su hijo, y lo mismo sucedía en la chica, que tenía interés por conocer detalles de alguien que estaba pasando por el mismo calvario. Se trataba de una curiosidad lógica. Así que les dejé hablar todo el tiempo que quisieron.

 

Horas después, los padres estaban comentando entre ellos que se iba a exorcizar a esa chica aquella tarde, cuando fueron escuchados por su hijo, el cual dijo con convicción que él podía ayudar a ese otro caso. ¿Cómo dices?, le preguntó su padre. Que yo puedo ayudar a esa chica, repitió sin dudarlo. La seguridad del hijo sorprendió al padre, nunca antes le había hablado de esa manera, ni había manifestado ningún interés por esos temas. El padre me comentó lo que había pasado y me preguntó si quería que el niño orase por la chica durante el exorcismo. No hace falta decir que me quedé boquiabierto ante esta inesperada petición. Era lo último que me podía imaginar que sucediese. Nunca pensé que en toda mi vida me encontrase con una situación tan intrincada como la que se me estaba ofreciendo.

Pero no tuve que meditar mucho la respuesta. Mire, le dije, yo no le pido que su hijo asista al exorcismo. Pero si usted quiere que asista, yo no lo voy a impedir. Pero que quede claro que yo no se lo pido.

Así que cuando comenzó el exorcismo, el niño estaba allí sentado en un banco a dos metros de una posesa furiosa tumbada en una colchoneta. Había habido personas adultas que habían pasado noches sin dormir impresionadas por lo que habían visto en los exorcismos. Si alguna vez me hubieran preguntado que me parecía permitir la asistencia de un niño a un acto así, hubiera contestado que una temeridad inexcusable. Pero por alguna razón también yo estaba tranquilo, como si supiera que no tenía que preocuparme y que iba a suceder algo que estaba en los planes de Dios.

 

Y efectivamente nada más comenzar el exorcismo, y a pesar de la manifestación furiosa del demonio a través de la posesa, el niño poseso se movió por la capilla con toda tranquilidad, pidiendo que le dejaran poner sus manos sobre el cuerpo de la posesa y dirigiéndose al demonio ordenándole que saliera, recordándole que no tenía ningún poder y que reconociera la majestad de Dios.

 

Fue todo un espectáculo ver a un tierno niño exorcizar a la posesa furiosa como si lo hubiera hecho toda la vida. Además el niño sabía exactamente qué tenía que hacer. Aun así el exorcismo se prolongó durante más de dos horas, con un calor espantoso, era julio. La cripta al principio estaba muy fresca situada bajo tierra, pero allí había en total unas doce personas y, sin ventanas, la temperatura fue elevando de forma sofocante. Al cabo de media hora, todos estábamos completamente empapados de sudor desde la cabeza hasta los pies. Pero después de dos horas la chica comenzó a agitarse tremendamente y con un gran grito el demonio salió. El niño brevísimos minutos después, igualmente comenzó a agitarse y quedó liberado.

Es difícil olvidar la maravillosa escena nocturna de un padre saliendo de una iglesia con sus dos hijos (el de dieciocho años y el niño liberado) y diciéndole a su mujer: ¡nuestro hijo está liberado!

Apenas pudo pronunciar esas palabras, pues emocionado comenzó a llorar. Los padres se abrazaron, lloraron, los hijos se unieron a los padres. La pesadilla había acabado. El proceso del exorcismo no sólo había salvado la vida física y mental de su hijo, sino que la familia, muy poco religiosa hasta que comenzó el proceso de liberación, había cambiado totalmente y ya a partir de entonces comenzaron una vida de verdaderos creyentes en Cristo.

 

Al doctor que hacía un año le había diagnosticado un cuadro de alteración de conducta de inicio brusco, habría que haberle dicho irónicamente que el exorcismo había logrado un cuadro de restauración de conducta de final brusco.

 

Dado que he sido testigo de todos los hechos que aquí se cuentan, debo hacer una precisión. Después de dos horas de oración, estaba cansado y me había marchado a cenar solo, a una habitación que tenía en la torre de la iglesia. De forma que no fui testigo de esta liberación. Después de meses orando tanto por el niño, como por la chica, no vi la liberación de los dos. Hago esta matización a la historia pues de todas las sesiones de oración he sido testigo directo. Lamentablemente, de las dos horas y media que duró la sesión, no estuve presente justo en el momento de la liberación, pero había allí doce testigos que me refirieron la escena. Llegué cuando estaban dando gracias a Dios.

 

El niño volvió a la más completa normalidad, si bien en éste como en otros casos hubo todavía que rezar por él unas cuantas veces más en su parroquia. Pues algunos posesos, una vez liberados, experimentan como el demonio una vez que sale trata de entrar de nuevo durante algunas semanas. Y así algunas personas liberadas sufren durante el mes siguiente pequeñas posesiones, que se acaban con breves sesiones de diez o quince minutos. Estas posesiones son cada vez más breves, cada vez menos intensas, hasta que no se vuelven a producir. Yo las denomino posesiones-eco, pues son como un eco de la gran posesión inicial.

 

[1] El ileón es una parte del intestino.


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