
Me llama el capellán de un hospital. Me dice que hay una niña que va a ser trasladada de hospital, porque los médicos no saben qué es lo que tiene ni como curarla. La niña lleva tres días internada porque no deja de llorar y de decir horrorizada que se le aparece un demonio que le asusta y le dice cosas. Antes de ser internada había sido una niña completamente normal, mentalmente sana, que nunca se había preocupado malsanamente por lo religioso y menos por lo demoníaco. Desde luego la preocupación por el demonio no se la había inculcado su familia, puesto que sus padres no eran nada religiosos. Baste como muestra de ello que ni siquiera habían bautizado a la niña.
Los psiquiatras no acababan de entender el caso, pues la niña decía que veía un demonio, pero no se había dado, en modo alguno, evolución en ella, aquello había aparecido de modo brusco y repentino. Por otro lado, el pensamiento de la niña permanecía perfectamente claro y lógico. El único problema era esa aparición que decía ver y las cosas que le decía esa figura demoníaca. La niña una y otra vez insistía en que el demonio le hablaba de todo tipo de aberraciones sexuales: le invitaba a que lo hiciera con un perro, con un caballo, etc. Los psiquiatras comprobaron que la medicación no hacía ningún efecto, ni siquiera los tranquilizantes. Fue espantoso para los padres comprobar como una niña podía pasarse tres días llorando parando sólo de rato en rato. Incluso hubo que sacar de la habitación a su acompañante, otro niño, porque el estado de continuo pánico de ella lo asustaba. La niña tenía que estar con sus padres en una habitación de hospital llorando todo el día y con la única enfermedad reconocida de afirmar que veía a un demonio.
Los psiquiatras se rindieron, ya habían decidido su traslado a otro hospital a pesar de que la estaban tratando varios catedráticos de la facultad que daban clases de psiquiatría en la cercana universidad. Fue ante esta situación, cuando los padres decidieron probar con un cura. No era lo que hubieran deseado, pero ya que la niña hablaba de algo que tenía que ver con la temática religiosa y estaban desesperados, optaron por hacer la prueba. Fue entonces, tras una semana de internamiento, cuando fui llamado por el capellán del hospital para examinar el caso.
Propuse a los padres que mi primer acercamiento a su hija fuera de la siguiente manera. Me vestí como un médico, con bata blanca y sin nada que me identificara como sacerdote. Entré en la habitación como un doctor que le va a hacer una prueba psicológica, una más de las tantas que ya se le habían practicado. Al entrar en la habitación vi a una niña encantadora tranquila, sentada en la cama. Me puse a hablar con ella amigablemente. Al cabo de un minuto, la niña señaló horrorizada hacia un punto de la habitación y se abrazó a su madre llorando. El llanto era verdaderamente terrible pues no se trataba de un sollozo de tristeza, de indignación u otro tipo al que estamos acostumbrados, sino un lloro producido por el pánico. Costó un rato lograr que la niña saliera de ese estado de pavor.
Ya calmada, le dije a aquella niña dulce, que cerrara los ojos mientras yo, sin que ella lo supiera, musitaba en otra lengua una oración exorcística, poniendo sumo cuidado de que por el tono no la identificara como oración. Para que no sospechara que yo iba a recitar oraciones, le dije que la prueba consistía en que ella tenía que ir diciendo letras del alfabeto y números por orden, mientras yo le iba a hablar, pero ella no tenía que prestar atención a lo que yo dijera. Pues le expliqué que la prueba consistía en ver si lograba no desconcentrarse de aquella sucesión de números y letras. Mientras ella recitaba aquello, yo le hablaba. Tardé casi dos minutos en decir algo que fuera una oración, para que la niña no sospechara nada. Fue en ese momento cuando en medio de todo lo que yo estaba diciendo introduje una sola orden en latín. Mi sorpresa (y la de los padres) fue mayúscula cuando nada más decir yo la frase, la rubia niña de once años me dijo: el demonio me dice que le estás preguntando su nombre. Era cierto.
Desde ese momento tanto los padres como yo no tuvimos duda de cuál era el origen del problema de la niña. Me despedí de la familia concertando hora al día siguiente para darle una síntesis de la catequesis bautismal y proceder a administrarle el sacramento. Pero bastó la oración desde casa, esa noche, por la niña, oración a distancia pidiendo a Dios por ella, para que el demonio se alejara de la pobre víctima. En realidad, no fui yo el que rezó por ella esa noche, sino que fue una señora la que rezó al menos un rosario por ella.
Al día siguiente, la niña estaba completamente normal, por primera vez en cinco días. Y siguió normal en adelante. No hizo falta hacer ningún tipo de oración más por ella. El demonio no estaba dentro de ella, sino que la acosaba, ésa fue la razón de que todo acabara de un modo tan fácil. Ante la evidente mejoría, fue dada de alta al día siguiente, tras tenerla en observación veinticuatro horas. Los meses pasaron y seguí el caso de cerca, la niña no volvió a ser molestada por el demonio. Tampoco mostró signo de trauma alguno por la experiencia, pues la madre me mostró un dibujo que había hecho, para mostrar la apariencia del monstruo que ella vio durante aquella semana de pesadilla. Delante del dibujo, la niña había comentado la apariencia de esa figura maligna sin temor ninguno. Tal como observé en los años siguientes, ésta es una pauta general: los posesos, una vez liberados, no reflejan signo alguno de trauma por el recuerdo de la experiencia por la que han pasado.
Lo que sufría esta niña no era el fenómeno de la posesión. El demonio estaba fuera, rondando a la niña y por eso el demonio no tenía, digámoslo así, donde agarrarse. Eso sí, nunca supe, por más que pregunté, qué pudo provocar este ataque demoníaco. Ya que nadie de la familia había tenido el más mínimo contacto con lo esotérico.
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