
El Diablo sabía que Jesús era Dios; sabía, por lo tanto, que era imposible que pecara.
¿Por qué le tentó entonces?
Es más, sabía que cualquier tentación al resistirla le santificaría más como hombre y que, por lo tanto, el demonio, al tentarle, sin quererlo, en realidad se convertiría en instrumento de santificación de Jesús.
¿Por qué, entonces, hacer algo inútil y que, además, serviría para bien?
La respuesta es sencilla: el Diablo no se pudo resistir. La tentación fue demasiado grande para el mismo Diablo. ¡Tentar al mismo Dios!
No podía dejar escapar aquella ocasión, no pudo resistir la tentación de intentarlo.
Era necesario que cayera en el error de intentarlo, pues para resistir tal tentación el demonio hubiera necesitado de la virtud de la fortaleza; y cualquier cosa pedimos pedirle al demonio, menos virtud.
De la misma manera los demonios a veces hacen cosas que a largo plazo les perjudican, pero no se resisten a lograr un mal ahora; aunque, de haberse contenido, hubieran podido lograr un mal mayor después.
Por todo lo cual se ve que hasta los demonios sufren la tentación. Tentación que procede de su mismo interior.
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