
“El cual nació el 14 de mayo de 1878. Hijo de una familia distinguida y profundamente piadosa, llegado a la adolescencia sintió decidida vocación a nuestra Orden, la que no pudo realizar a causa de una enfermedad declarada incurable por los médicos que le asistían. En vista de esa imposibilidad, fue a Lourdes acompañado de una hermana suya, a pedir a la Santísima Virgen el milagro de su curación para ser admitido en la Cartuja, y la salud necesaria para perseverar en ella hasta la Profesión. Ambas cosas le fueron concedidas; el milagro de la curación consta como tal en uno de los Boletines de la Gruta correspondientes al año de 1898 o 1899.
Obtenida la ansiada curación y el ingreso en la Cartuja, el 30 de abril de 1900 empezó su postulantado y el 15 de agosto de 1905 profesó de Votos Solemnes. A raíz de lo cual, terminado el plazo fijado por él en la demanda que hizo a la Santísima Virgen, volvió a caer enfermo; una enfermedad que se fue complicando después con otras enfermedades. Y así fueron transcurriendo los años de su vida religiosa.
De constitución muy endeble, no dejó nunca de seguir la Regla, sin ninguna clase de dispensas que no quiso aceptar nunca. Los tres últimos años de su vida sobre todo, la alimentación llegó a ser tan escasa, que no se explicaba nadie cómo podía sostenerse en pie, cuánto menos asistir con asiduidad jamás interrumpida a todos los Oficios, en los que se le oía cantar lleno de fervor y entusiasmo. Fue lo que se dice un santo religioso en todo el rigor de la palabra, dechado de observancia regular, humilde, caritativo, de paciencia inagotable, con un espíritu de abnegación sin límites, servicial y complaciente hasta el extremo, cariñoso con todos, siempre alegre y feliz en medio de sus mayores sufrimientos.
A principios de septiembre de 1920, la serie de enfermedades y achaques que desde hacia tanto tiempo venían minando su existencia se agravó en tal forma que el médico de Casa se atrevió a asegurar que esta vez se moría sin remedio. Uno de aquellos días, efecto de esa misma debilidad, le sobrevino una crisis nerviosa que le privó de sentido y le dejó en estado de postración. Poco después entré yo en la celda y al notar el estado en que se hallaba, le pregunté: ¿Pero, qué es eso, qué es lo que le ha pasado? A lo que me contestó: ¡Ay, Padre mío! Yo no sé lo que me pasa, ni lo que siento, pero ni puedo pensar, ni puedo rezar, ni me acuerdo de nada, ni me parece que vivo dentro de sí mismo. ¡Qué impotencia, Dios mío, para todo y que desconsuelo y desamparo tan grande!... Y si llego a mejorar, y aún he de vivir así algunos años, que va a ser de mí…
Le tranquilicé en seguida asegurándolo que aquello no podía durar mucho y que de un momento a otro se lo llevaría Dios consigo… Al oír lo cual me cogió la mano, se la llevó a los labios, la besó y me dio las gracias con aquella sonrisilla suya tan dulce y cariñosa. Teníamos aquel día en Casa a un médico muy afamado de Madrid a quien al darle yo cuenta de su desconcertante enfermedad, le entró curiosidad de verle, lo que realizó en el acto acompañándole yo a su celda. Al entrar en ella, no pudo disimular la impresión que le causó la vista de aquella cara completamente demacrada. Le examinó, le hizo un minuto de interrogatorio y se retiró después de contemplarle en silencio unos minutos, sin saber cómo expresar el asombro que sentía. En su vida había visto enfermo tan grave con un semblante tan sereno y apacible. El aparato digestivo lo tenía, según él, atrofiado del todo; así que la digestión de la tacita de leche que tomaba mañana y tarde le era un verdadero martirio; vivía, puede decirse, del oxigeno que respiraba.
Pasado el decaimiento de ánimo, continuó tan resignado y tranquilo como de costumbre, aunque sintiendo cada vez con más viveza la fatiga del destierro, suspirando sin cesar por el descanso y las dulzuras de “aquella vida de arriba que es la verdadera”.
Deseaba ardientemente que se le administrase la Extremaunción para, de ese modo, salvar más confiadamente el último trecho, tan corto ya de su jornada. La Comunión la recibió todas las noches, después de Maitines, hasta el día mismo de morir.
-Pero, ¿por qué no me administra la Extremaunción, que tantas veces le he pedido?- me repitió uno de aquellos de días. –Porque dice el médico que aún no se ve peligro de muerte-
-¿Y si me muero sin que se vea ese peligro?- lo que estuvo a punto de suceder al otro día, en que a las cinco de la tarde le sobrevino una crisis nerviosa tan violenta que yo, el único que la presenció, creí que iba a ser la última. Pasada aquella crisis, lo primero que se me ocurrió decirle fue que al día siguiente, después de la Misa Conventual, se le administraría la Santa Unción, de lo que se alegró infinito, bendiciendo la crisis que había motivado tal determinación. Ese mismo día fui a su celda.
-¿Qué tal ha pasado la noche?-
-Muy bien, pensando todo el tiempo en el Sacramento, que dentro de un instante voy a recibir.-
A las siete y media mandó llamar a su confesor, con quien estuvo hasta cerca de las ocho. Poco después volví a verle. Le advertí entonces que por ser domingo y la hora tan oportuna, asistiría al acto toda la Comunidad, Padres y Hermanos, lo que puso el colmo de su alegría. Al llegar a sus oídos el eco de los salmos que cantaba la Comunidad avanzando por el claustro, se preparó a recibirla, las manos juntas sobre el pecho, con una compostura y devoción que enterneció a todos. Después de la unción de las manos, las levantó a la altura de los ojos y se quedó mirando con una expresión de gozo indescriptible las ungidas palmas.
Al final de la ceremonia, desparramada, como es uso entre nosotros, la ceniza en forma de cruz sobre la blanca sábana que cubría la cama, los Padres se retiraron, quedándose los Hermanos quienes, uno a uno, le fueron dando el beso de despedida.
Administrada la Santa Unción y colocada al pie de su cama la Cruz, empezó la vela del enfermo, que había de durar hasta que convaleciera o se muriese, vela que turnaban Padres y Hermanos, así de día como de noche. Durante esa vela se le solía tener, a petición suya, una breve lectura espiritual, la que él escuchaba y saboreaba con gusto. Tras la lectura, las acostumbradas jaculatorias al Sagrado Corazón, a la Santísima Virgen, a nuestro Padre San Bruno, etc., y al final la oración indulgenciada de la aceptación de la muerte. A él jamás le turbó lo más mínimo la idea de morir; antes al contrario, lo que le afligía es que se dilatase tanto la hora.
Siempre que lo le visitaba, lo primero que me pedía después de la bendición era que le repitiese al oído y muy despacio la oración atribuida a San Francisco de Asís: “Absorbeat cor meum et mentem meam Domine, ignita et melliflua vis amoris tui ut amore amoris tui moriar qui amore amoris mei pro me dignatus est mori" [Absorba mi corazón y mi mente, Señor, la abrasada y meliflua fuerza de tu amor para que muera por amor de ese amor tuyo, que por amor de mi amor, te dignaste morir por mí.]. Oída la cual, o bien me hacia alguna consulta, o me pedía algún permiso, o me contaba con ingenuidad encantadora lo que él sentía en aquel momento: una tranquilidad de espíritu completa, una resignación en la divina voluntad absoluta, una confianza en Dios ilimitada, y muchos deseos de ir a gozarle lo más pronto posible. Jamás la menor duda ni la más mínima aprensión ni el temor más insignificante. Para él era cosa descontada que se iría al cielo nada más morir o muy poco después.
Parecida a esa confianza era la que tenía en sus Superiores. Las visitas tan frecuentes que yo le hacía no sabía cómo agradecérmelas. Hablando de los Hermanos enfermeros, no encontraba palabras con que ponderar lo caritativamente que le cuidaban y le servían, a quienes a cada paso pedía perdón por las molestias que les causaba, remitiendo para el cielo el pago de tantos cuidados y servicios. Estas mismas promesas hacia a cuantos iban a visitarle y muy particular al Padre Maestro de Novicios, su confesor, que le llevaba la Comunión todas las noches, y a otro Padre del Noviciado, vecino de celda, que cada dos o tres horas venia a cambiarle la postura (él no se podía mover apenas). El modo más ordinario de manifestarle esa gratitud era echarle los brazos al cuello y besarle en la frente o las mejillas. Si por nuestro amor al prójimo se ha de medir nuestro amor a Dios, muy grande y muy vehemente hubo de ser el amor a Dios de este Padre.
Ni pedía nada, ni se quejaba de nada, ni se preocupaba en lo más mínimo de su enfermedad. Si alguna vez hablaba de ella, era para ponderar las molestias que causaba. En cambio, seguía interesándose vivamente por todos los de la Casa, lo mismo que por sus penitentes, a quienes continuó confesando hasta los últimos momentos. La víspera de morir confesó a tres, sin fuerzas ya para levantar la mano para darles la absolución."

"Las crisis nerviosas como la de la víspera de administrarle la Extremaunción, fueron repitiéndose cada vez con más frecuencia, crisis que solían privarle de sentido. Yo presencié una de esas crisis, que duró cerca de tres horas. Al cabo de un buen rato, exclamó volviendo en sí: -¡Dios mío, que desilusión! Creí que me había muerto. Hace un instante sentía yo como se me iba acabando la vida, hasta que me morí del todo, experimentando entonces una impresión deliciosa, la de que el alma se me desprendía del cuerpo y se remontaba gozosa a las alturas. ¡Qué pena, Dios mío, qué triste desengaño!- repitió con una sonrisa resignada. Y tras esto, un beso al crucifijo, y otro beso a la medalla que le colgaba del cuello de Nuestra Señora de Lourdes, que le curó milagrosamente para que pudiera entrar cartujo.
Y siempre con la misma tranquilidad de espíritu y aquella placidez de semblante que jamás nubló la menor sombra de tristeza o de abatimiento. En su celda no se respiraba esa especie de vaho de la muerte, ese ambiente fúnebre que envuelve a los que están a punto de morir y en que parece bañado todo cuanto les rodea. En aquella celda llena de luz, donde nunca, por no permitirlo él, se entornaban las ventanas, en aquella atmósfera de silenciosa paz, todo hablaba de la vida; pero de una vida ultramundana, puramente espiritual.
El 29 de septiembre, al anochecer, me dieron el aviso de que estaba agonizando; fui inmediatamente a su celda, donde encontré al P. Vicario, quien me dijo que lo del aviso había sido una falsa alarma y que él estaba convencido de que la muerte sería al día siguiente, fiesta de Santa Teresita, su patrona y Abogada.
Aquella noche volví yo a verle; me reconoció e hizo un esfuerzo por sonreírme. Dos o tres horas antes, al acercársele el P. Vicario para oír si respiraba, le echó un brazo al cuello y le acarició la cara con ambas manos. Hacia las seis y media, después de retirarse el P. Vicario, creyó advertir el que le sustituyó que se le había cortado la respiración casi por completo. A las ocho, acudí de nuevo a su celda y le encontré ya aparentemente sin sentido. Sin tiempo para avisar a la Comunidad, le di la última absolución; al final de la misma notó el Hermano enfermero que había inclinado suavemente hacia un lado la cabeza y que de sus ojos se desprendieron dos gruesas lágrimas que rodaron por sus mejillas, lo que él tomo como señal de que había lanzado el último suspiro.
Así se durmió en el Señor, así acabó sus días silenciosa, tranquila y santamente, como había vivido, aquel bendito religioso.”

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