
La primera cuestión en la que debemos reparar es si existe el mal.
¿No podría ser que el bien y el mal lo ponemos nosotros con nuestra mirada? ¿No puede ser que se trate de un aspecto completamente subjetivo? ¿Lo que consideramos bien y mal no dependerá de un mero aprendizaje cultural?
Lo que es malo aquí puede ser bueno en otro esquema de valores. Quizá lo bueno para nosotros, es lo reprobable para otros.
¿No puede ser que los enteros esquemas de bondad y maldad no tengan más fundamento que un código de educación en la mesa al comer? ¿No puede ser que todo sea neutro y sea, en definitiva, nuestra mente la que es enseñada desde pequeña para verlo bajo un aspecto u otro?
Quizá son nuestros padres los que desde pequeños nos enseñan que es el bien y el mal al decirnos una y otra vez: esto malo, esto bueno, ¡mal!, muy mal, bien, ¡muy bien!
La primera cosa que debemos saber es que el mal y el bien son objetivos; aunque a veces nos equivoquemos en nuestros juicios acerca del bien y del mal. Pero el hecho que nos podamos equivocar y de que de hecho nos equivoquemos no afecta para nada a la objetividad intrínseca del bien y del mal.
La enfermedad, el asesinato, la mutilación, el odio, la miseria, la guerra, el dolor… son males, auténticos y verdaderos males. La lista podría continuar alcanzando a centenares, a miles de aspectos. Nunca lograríamos una lista completa.
Incluso los más entusiastas defensores de que el bien y el mal no son conceptos objetivos sienten tambalearse sus esquemas cuando contemplan los campos de Auswitchz. Cuando uno ve las filmaciones de la época con esos barracones cobijando a seres humanos, uno comprende que el mal existe por encima de todo condicionamiento cultural, de toda concepcion filosófica. Al ver esos barracones uno comprende que no importan las razones que les llevaran a cometer esos crímenes, no importa el tanto por ciento de personas que en la retaguardia refrendaran esas acciones, no importan los fines por los que creyeran justificadas esas nefandas acciones, aquello fue malo por encima de cualquier opinión, por encima de cualquier consideración.
Uno de los más fatídicos y terribles errores de la cultura postmoderna ha sido la superación del concepto de bien y de mal. Ya no existen el bien y el mal objetivos. Hay cosas que me convienen y cosas que no, hay cosas que van mal a los demás y otras que no, pero el bien y el mal han dejado de existir.
Ese ha sido el más trágico error de nuestra cultura.
Una vez que todo es neutro, una vez que nada es realmente malo en sí mismo, hemos creado un humus perfecto para que germine cualquier aberración. Si todo es relativo, hasta el mismo concepto de aberración es relativo también. Donde ya no existe el bien ni el mal, ya no hay tampoco nada que sea una aberración.
La destrucción de la objetividad del mal nos puede parecer innatural, pero si nos detenemos a reflexionar en la razón última por la que puede existir un bien y un mal, encontraremos que esa razón última sólo puede ser Dios. Sin Dios no podrían existir el bien y el mal objetivos. ¿Por qué? Pues, por ejemplo, porque no tendría sentido sacrificar la propia vida en aras de la justicia, sino existe una justicia después de la vida. El heroísmo extremo sería una insensatez. Perder la única vida si no hay nada después, supondría perderlo todo frente a la mera posibilidad de un bien de otros.
El mundo por tanto no sería justo. Y si el mundo no es justo, qué sentido tiene sacrificarlo todo por un mundo que en sí mismo no es justo. Sin un garante último del bien, sin una justicia absoluta e infinita, todo está sujeto a opinión. Sin una vida después de ésta, este mundo por sí mismo es injusto.
No es justo que un chico muera sufriendo terribles dolores a los dieciséis años, y otro a los ochenta habiendo gozado de óptima salud. No es justo que uno viva en la miseria y otro en la mayor de las riquezas. No es justo que a uno le salgan bien todas las cosas, y en otros se cebe la adversidad de un modo continuo.
Si el mundo ha de explicarse por sí mismo, si no hay nada más que el mundo para explicar al mundo, hemos de concluir que el mundo es injusto. Y no valdría la pena sacrificar la entera existencia, la vida, por un mundo que no es bueno, sino malo e injusto, aunque en él haya cosas buenas.
El sacrificio, la propia inmolación, serían una necedad. El egoísta sería el sabio. El egoísta, el vividor, el que disfrutase al máximo de su existencia sería el más inteligente.
Esto ya lo comprendió San Pablo al afirmar si Cristo no ha resucitado somos los más necios de los hombres. Como se ve, hasta en los mismos textos fundacionales del cristianismo aparece la idea de que la lucha hasta la inmolación por los más altos valores sólo tiene sentido si existe una retribución post mortem. Sin esa retribución, el mundo sería injusto. Sin esa retribución, el epicúreo sería el más inteligente de todos. Y el sanguinario sería tan sólo un personaje más de la variada fauna humana. ¿Pero tendría sentido parar los pies al hombre sanguinario si he de hacerlo a costa de poner en peligro mi vida? ¿Tendría sentido tal cosa si el mundo entero no es más que una selva regido por las leyes de la selva?
Querer cambiar esas leyes sería una tarea vana. Un mundo así sería un mundo irredimible por su propia naturaleza.
La idea de construir una ética desde la concepción de que todo acaba en este mundo, sólo se podría sustentar en que la vaga idea de que cuando se hace el bien uno se siente bien consigo mismo.
¿Pero que pasa si uno se siente bien siendo un perfecto egoísta? Habría que convenir en que bien y mal son relativos y sujetos a mil opiniones diversas.
Por eso el bien y el mal sólo pueden ser objetivos su hay un garante final, si hay una justicia infinita y perfecta. En definitiva, sólo existe el bien y el mal, si existe Dios.
Sólo Dios garantiza la objetividad e intangibilidad de estos dos conceptos de bondad e iniquidad.
Claro que la aceptación de que existe un bien y un mal objetivos, tiene mucho que ver con la idea de si es posible conocer la verdad. Ese es otro de los nefastos frutos del postmodernismo, pensar que ya no existe la verdad. En un mundo donde no existe la verdad, sino miles de opiniones, no puede existir un bien y un mal objetivos. Pero aquí, como antes, solo puede existir la verdad objetiva si existe un garante de la verdad. El único garante de la verdad sólo puede ser Dios. Sin una Divinidad viviríamos en un universo donde nunca se podría estar completamente cierto de que hasta nuestros más seguros esquemas y fundamentos no estén equivocados. ¿Y si resulta que nuestras verdades más absolutas están equivocadas?
El proceso de duda acerca de la verdad, e incluso acerca de si existe la verdad, puede ser llevado al infinito. Sólo la existencia de un ser que sea el fundamento definitivo de la verdad puede poner fin a ese proceso infinito de duda. Sólo El puede proveer de un sostén definitivo a los fundamentos de la verdad, a los fundamentos de la posibilidad de la verdad.
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