
La cuestión que se nos plantea aquí es si un condenado puede albergar algún tipo de afecto o cariño hacia algún ser querido del pasado. La respuesta, siguiendo las leyes de la lógica, no puede ser otra que afirmar que eso dependerá del grado de corrupción moral que albergue el corazón de ese condenado. Es difícil imaginar que uno pueda odiar a Dios que es tan bueno, y no odiar a un ser querido que, sin duda, es menos bueno que Dios. Pero esta situación ilógica se da en la tierra. Es decir, alguien puede odiar al Creador y, sin embargo, amar a su madre o a un hijo. Lo mismo sucede en el más allá. No obstante, si la corrupción del condenado es tanta, se llega a una situación en la que cada vez quedan menos cosas que se odien. Sin llegar a los estadios peores de degradación, fácilmente se encontrará que uno odia a todos, incluyendo el cosmos, e incluyéndose a sí mismo. La desesperación del infierno es tal, que no es fácil que ese odio no se haga universal. Aun así, no hay ninguna contradicción en que uno esté condenado y ame a alguna persona en particular, a una o a varias.
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