
El infierno es un estado. Cristo en el abandono de la Cruz sufrió el sufrimiento del infierno pero sin dejar de amar a Dios Padre. Su espíritu se sumió, especialmente en esas tres horas que pendió de la Cruz, en el estado de abandono de Dios, sintió plenamente, con toda intensidad, que le había dejado el Padre. Jesús no había abandonado nunca a su Padre, y ahora éste desertaba. Sin duda Satán le dijo una y otra vez que había vivido engañado. Que Él era sólo un hombre, un hombre que se había creído Dios, pero que era sólo humano. Los milagros, todo lo que creía haber hecho, era fruto de su locura. Estaba abandonado porque en realidad Dios era fruto de su imaginación. La realidad era esa: Roma, el poder de los oligarcas de Jerusalén, las bajas pasiones de la plebe. El resto era una fantasía.
Cristo en esos momentos experimentó lo que los santos sufren en un periodo de su vida: la noche del espíritu. Allí en la Cruz, se le concedió apurar el cáliz del sufrimiento humano también en esa dimensión. No dejó de amar, no dejó se ser fiel, no hizo ningún reproche, pero no mintió cuando exclamó: Elí, Elí, lamá sabactaní.
Él, la Verdad Suprema, no mintió, allí en la Cruz sufrió el abandono. Y no sólo padeció una carencia, sino también una presencia: la carencia de Dios Padre, la presencia del infierno en pleno. Todos los demonios, todos y cada uno de ellos, todos los ángeles caídos, estaban allí, presentes, disfrutando como pirañas sedientas de sangre de aquella escena horripilante de un hombre sangrante, asfixiándose, cubierto de heridas abiertas. Los padecimientos espirituales fueron mucho peores que los corporales: el cáliz de la Redención se estaba llenando. A través de sus sufrimientos toda la iniquidad del mundo, toda su perversidad, todos los pecados, hasta los más inimaginables, quedarían barridos como si una ola expansiva los arrastrara y fulminara como paja seca frente a una explosión nuclear.
El mal, todo el mal del mundo quedaba vencido sobre aquel madero.[1] El mal de miles de años pretéritos y miles de años venideros, sería ya para siempre incompatiblemente menor que el amor.
Hasta aquí se ha explicado el sentido espiritual de ese descenso a los infiernos. Pero también tiene otro sentido, escatológico. Y este segundo sentido es el primordial. En este sentido escatológico significa que el espíritu de Jesús fue a la morada de ultratumba donde estaban los justos para anunciarles la Buena nueva y abrirles las puertas del Cielo.
[1] ¿Por qué entonces si la victoria ha sido plena sigue existiendo el pecado y los pecadores? Pues porque, siguiendo el símil anteriormente propuesto, si uno recoge esa paja y se guarece en una gruta profunda para que esa onda expansiva de amor no fulimne esos pecados, entonces esa paja permanece incólume. Pero en cuanto uno deje de proteger ese material y lo entregue al amor de Cristo, quedará barrido completamente.
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