Ya se ha dicho que la oración, las buenas obras, la vida espiritual es lo que protege como una armadura, como una coraza, contra los ataques del Maligno. En este sentido no es necesaria una oración específica, sino cualquier oración. La gente a veces busca oraciones muy determinadas (y a veces repetidas de un modo preciso) como trasplantando la mentalidad mágica a la relación con Dios. En realidad, estrictamente hablando, y aunque yo siempre aconsejo oración, hay que tener claro que ni siquiera es la oración la que protege: es Dios quien lo hace. De forma que la práctica de la limosna, las obras de misericordia, todo aquello que nos llena de esa luz espiritual que llamamos la gracia de Dios, la gracia santificante, es lo que mueve a Dios a que derrame más bendiciones sobre nosotros, además de hacernos al mismo tiempo más desagradables nosotros mismos como morada al demonio.

         Por supuesto que ante un peligro determinado que tenga que ver con este campo demoníaco, invocar a San Miguel es sumamente efectivo. Con llamarle una sola vez con fe, él viene siempre. Y viene a protegernos. Pero aunque San Miguel haya recibido un encargo especial de Dios con respecto al demonio uno puede llamar al ángel custodio, a otro santo o a Dios directamente. Vuelvo a insistir en que en este tema de la lucha con el demonio lo importante es lo esencial, no lo accidental. Aunque tampoco haya que despreciar lo accidental.

         Afortunadamente hay que considerar también que al lado de personas muy alejadas de Dios, hay muchas veces una madre o una abuela que ora a Dios cada día por ese hijo o ese nieto. Esas madres o abuelas hacen la función de Virgen María en esa familia. Extienden su manto de oración sobre todos los miembros de esa casa. Son como la Virgen María de esa familia. La misma misión que hace la Madre de Dios sobre toda la Iglesia, la hacen ellas sobre esos pocos familiares. Digo “ellas” pues casi siempre son mujeres.

         A las personas que quieren protegerse de los ataques de los demonios también quisiera recordarles algo que decimos en la misa cada día al comulgar: Señor, no soy digno de que entres en mi casa. Fuera de la misa, si oramos a Jesús, éste nos escucha. Pero en la misa, al comulgar, Jesús penetra en nuestra morada corporal. Es como si el cuerpo fuera una casa, donde Él entra. No hace falta decir que es la contraposición perfecta de la posesión. Nada es tan quebrantador de las ataduras de la posesión o de la influencia demoniaca como la recepción del Cuerpo de Cristo.

         Bajo las alas de nuestro ángel custodio, bajo el manto de Nuestra Bendita Madre, con Jesús entrando cada día en nuestro corazón, ¿quién teme al demonio?


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