
La amnistía se ha dado ya, el año de gracia ya ha sucedido y está sucediendo. Hace dos mil años se concedió un Año de Redención cuyos efectos se derraman sobre el pasado y el futuro. Los condenados son los que no han aceptado al final ni siquiera la amnistía. Es decir, cada ser humano al morir ha podido beneficiarse de los efectos de esa Redención de sus culpas, a través de las gracias que llevan al arrepentimiento. La amnistía no ha llegado a los que no han pedido perdón ni siquiera al recibir esas gracias de contrición que les mereció el Salvador con su dolorosa pasión.
En este caso de la salvación personal, la amnistía no podía ser algo meramente externo, debía ser aceptada, porque el pecado no es algo externo, sino una deformación de la voluntad. No se puede conceder ese perdón si la voluntad no lo acepta. El perdón de Dios requiere ser aceptado. Se trata de una amnistía que requiere de aceptación para poder ser aplicada. Aunque la amnistía se ganó en un momento dado de la historia, sus efectos se aplican incluso a los que vivieron antes de Cristo. Efectos recibidos en forma de gracias al morir. Pero como se ha dicho, las gracias ganadas en la Cruz deben ser aceptadas.
Y algunos no la han aceptado no con un acto puntual, sino con un inamovible estado de la voluntad. Hay que considerar que son ellos los que no quieren ver a Dios. El cielo no está rodeado de muros. Los espíritus se trasladan a la velocidad del pensamiento sin que obstáculo pueda detenerlos, no hay muros en el cielo. El abismo que separa cielo e infierno es el abismo que hay en los espíritus réprobos: un abismo de odio.
Arrojar ese abismo de odio en medio de la presencia de Dios supondría como arrojar a un poseso en medio del agua bendita y ponerlo en contacto con crucifijos bendecidos. Sería como arrojar un témpano de hielo en el centro del sol. La amnistía se produjo ya y, sin embargo, ellos optaron por la oscuridad.
Sólo el propio yo puede autorreformarse con la ayuda de la gracia. El mal de esos seres personales no es como una perla dentro de una ostra. Sino que es un modo de ser que transe todas sus potencias intelectuales y volitivas configurando una personalidad, un yo propio e induplicable.
Antes he dicho que hacer contemplar a la fuerza a un condenado la esencia de Dios sería como arrojar un témpano de hielo en el centro de sol. El problema de ese de hacer eso hipotéticamente, es que un réprobo es un trozo de hielo eterno. La contemplación eterna por parte de un réprobo de aquello que odia con todas sus fuerzas sería un acto de tortura, sólo le haría sufrir.
¿Cómo el bien puede producir sufrimiento? Esto es como la situación del rencoroso y vengativo que odia con todas sus fuerzas, si esa persona recibe un bien, un acto sincero de caridad, de parte de aquel al que odia, ese acto de amor todavía le llena más de rabia. Más actos de amor no le harían cambiar, porque lo que ha de cambiar es un estado permanente y desordenado de su voluntad. Ver la esencia de Dios sería una tortura, sería como caer en medio del fuego del amor para los que ya sólo son hielo eterno y desean seguir siéndolo.
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